jueves, 22 de diciembre de 2011

Capitulo Dos-"Sin plomo 95"

    "Mors certa sed hora incerta"
     La muerte es segura, pero la hora es incierta.


   Varios vehículos se agolpaban bajo el techado de la gasolinera esperando su turno. Los empleados, en su mayoría inmigrantes, trabajaban a destajo para evitar los atascos de siempre. Aunque el problema no estaba tanto allí sino en la caja. Su compañero del interior no era tan rápido.
  Aunque su encargado les había prometido que uno de ellos se iría temprano, no le creían mucho. -Si la tarde está tranquila uno de vosotros podrá irse antes- había afirmado. Eso si, quería decir si no había nada que hacer. Pero siempre había que hacer cosas. Que barrer, que ordenar, que vaciar las papeleras. O simplemente esperar " por si pasa algo".
  Bueno, lo cierto es que ellos seguían con sus mangueras surtiendo combustible en aquella tarde calurosa de San Fermín. Era el ocho de julio y la gente se multiplicaba por todos lados. Nacionales, extranjeros. Un sinfín de movimientos apurados, frenéticos. Unos mas atropellados que otros. En esos días ya casi no importaba el tiempo. El reloj no contaba horas sino los cuerpos sensaciones.

  Y allí estaban recargando sus coches para continuar con esas jornadas de nunca acabar.
-Esta fila de autos no se acaba nunca-pensaba José Luis, el más bajito de los empleados.-Son treinta euros- le dijo al señor de gafas con cara de mal humor.
-Cada vez más dinero por menos- contestó éste- Con el asunto de la crisis se aprovechan.
   José Luis permaneció en silencio.Con el tiempo había aprendido a no contestar nada. Educado pero indiferente. Solo preguntaba cuanto cargaba y actuaba en consecuencia.
- Cuarenta y cinco euros, la número seis, por favor- informaba.
- Gracias- le respondió la chica del coche rojo.
 Y así pasaban los días. Muchas veces , en sus tardes tranquilas miraba las montañas mas allá del polígono de Landaben y se acordaba de sus montañas, de su Ecuador. Hacía seis años que estaba aquí, traído por la miseria y por un tío afincado por estos lares.
 - Mis montañas son mas bellas- siempre solía decir. Bueno, en realidad estas son mini montañas- aclaraba.
 - Como tu, mini- le soltaba el encargado aludiendo a su altura. - Parece que el viaje en patera los encoge- se mofaba y lanzaba una risotada tan grande como repugnante.
 Siempre aguantaba esos chistes racistas de su jefe aunque no era mal tipo..
 Descolgó una vez mas la manguera del surtidor y sintió el chirrido de unos neumáticos y alguien que gritaba. Instintivamente levanto los ojos. Un coche pequeño entró a toda velocidad y se estampó contra otro que guardaba la fila. Este a su vez atropelló a un pobre viejo que estaba pagando. La mala suerte de pagar en efectivo. Varias personas corrieron a socorrer y otros a estorbar. Entre el amasijo de hierros había una persona atrapada con la cara desfigurada por el golpe. O eso creían. Su acompañante daba gritos de dolor pero su queja no era humana. Desde ese momento todo pasó muy rápido. Un automovil comenzó a arder, personas corriendo y José Luis en un intento de sacar a la mujer de rizos de ese amasijo de hierros sintió dos manos fuertes que lo zambullían desde la ventana y una poderosa boca le arrancaba parte de su cara. Hizo un paso atrás, muy dolorido mientras la sangre le brotaba de su cara a borbotones. Desde dentro del auto unos ojos siniestros, nacidos de algo inhumano, de lo profundo de una noche de horror lo miraba mientras gruñía y se retorcía. Luego una explosión, cuerpos volando por el aire, cristales  que se rompen. Sirenas de ambulancia del vecino Complejo Hospitalario de Navarra.
   El surtidor tres ya no existía. Igual que la vida de José Luis, ese inmigrante que no volvió a ver sus montañas. Su sangre esparcida en el suelo, su pierna quebrada y su cara con esa horrible mordedura. Murió mirando esa fuente del edificio de enfrente. Una cascada que caía por los escalones dibujando surcos de agua en esa tarde calurosa de Julio. Lo último que vió fue que dos personas vestidas de blanco y rojo tiraban al suelo a un joven y lo despedazaban a mordiscos, ensuciando sus asquerosas bocas con sus vísceras. Sentía gritos, ambulancias y el ardor del fuego. Sintió hasta que dejó de sentir.

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